CAMPAÑA CONTRA EL MALTRATO


Siempre me ha sorprendido que existan mensajes equívocos, inadecuadamente ambiguos o directamente fallidos en el mundo de la publicidad. Al tratarse de textos tan estudiados, que necesitan captar la atención del receptor de una manera precisa, con pocas palabras, uno podría pensar que el nivel de concisión debería ser igual al de un poema, algo en lo que forma y fondo se acoplen para crear un texto sin fisuras de ningún tipo. Muchas veces, sin embargo, los publicistas cometen errores que hacen que sus mensajes, analizados en profundidad, lleguen ser autocontradictorios. Voy a intentar explicar por qué me parece que la última campaña gubernamental contra la así llamada violencia de género es uno de estos casos.

Ante todo, hay que tener en cuenta que el emisor es el Gobierno, la voz de la autoridad. He ahí el logo del Ministerio para no dejar lugar a dudas. No hay, por tanto, un fin directamente económico, sino más bien (y permitiéndome ser un poco malpensado) una voluntad de justificarse moralmente ante la ciudadanía, de posicionarse como la voz de lo políticamente correcto. De alguna forma, en efecto, este tipo de campañas gubernamentales certifican oficialmente en qué lugar se halla lo políticamente correcto en el presente.

Obviaré la imagen y me centraré en el leit motiv: "Cuando maltratas a una mujer, dejas de ser un hombre". Lo primero que podemos observar es que se trata de una frase dirigida al potencial (o efectivo) maltratador, una especie de advertencia o amonestación. Podemos ver en ella la intención de tocar el orgullo, de poner el dedo en la llaga de ese individuo capaz de pegar a su mujer. Hay, por tanto, un acercamiento por parte del emisor hacia el lenguaje y los valores del criminal en potencia. La idea central aquí, el juego de seducción, que en este caso es más bien un juego de disuasión, está en la posibilidad de dejar "de ser un hombre". Se vincula la violencia a la pérdida de un determinado status, el de "hombre".

El núcleo del mensaje y la problemática que en el encontramos se halla, por tanto, en el concepto de "hombre" utilizado aquí. No es la definición científica y moderna de "hombre" como simplemente "macho de la especie humana", sino de un idea de "hombre" como status, una condición a la que se puede llegar pero que también se puede perder, algo que hay que ganarse con el comportamiento. Esta idea vehiculada aquí en la palabra "hombre" pertenece a un sistema de creencias y valores obsoleto. Pertenece, precisamente, a un estadio cultural en la que la violencia hacia la mujer no era ningún problema social y en el que ni siquiera estaba mal vista en muchos casos. La sintaxis traiciona a la semántica nuevamente.

¿Qué se supone, según el Gobierno, que es un "hombre"? ¿Solo existen hombres pacíficos? ¿Un hombre violento, un criminal, no es un HOMBRE? Si ser "hombre" es una posición que hay que ganarse, ¿qué es, entonces, ser "mujer"? ¿Y qué diferencias, más allá de lo biológico, debería haber entre ser HOMBRE y ser MUJER? Queda claro el emisor se ha metido en un terreno pantanoso.

La única definición de "hombre" éticamente coherente y sintácticamente compatible con el mensaje y la intención del emisor sería la biológica-científica, que es la única definición real y verdadera hoy en día, pero leído de esa forma, el leit motiv cae en el absurdo. (Seguramente el mensaje se podría salvar de alguna forma utilizando la idea de "persona", "dejas de ser persona", aunque la frase pierde gran parte de su pretendida fuerza).

Se puede argumentar que el emisor puede haber indulgido a propósito para entrar dentro del sistema de valores del receptor, pero esto no se sostiene teniendo en cuenta que el emisor, en este caso, es la voz de la corrección política. El Gobierno no puede manejar un lenguaje machista obsoleto ni siquiera con la excusa de ser más persuasivo, puesto que la necesidad de dar ejemplo, de ser didáctico y no salirse de lo que se supone que es correcto y aceptable es la regla que debería prevalecer. No se puede ser machista para luchar contra el machismo. Ante la incoherencia, tolerancia cero.

"Demostrado científicamente".


No hay semana en que no nos encontremos en los diarios o, especialmente, en los suplementos dominicales, algún artículo o noticia que relaciona la psicología con hallazgos biológicos o médico-científicos. Me refiero a titulares del tipo: “Se descubre el gen que CAUSA el enamoramiento”, o “Un grupo de científicos hallan la zona del cerebro RESPONSABLE de la creatividad”. Estos avances científicos son sin duda muy positivos y su divulgación es necesaria, pero hay un mensaje subyacente en la articulación de estas piezas de información que pone de manifiesto una idea central de la psique de nuestra era.

Titulares del tipo de los que he escrito arriba sorprenden en primer lugar por establecer una relación causal o identitaria entre un hecho o ente positivo (“los genes”, “los procesos químicos”, “el cerebro”) y un concepto, una idea, perteneciente al mundo de lo negativo (“el amor”, “la creatividad”, “la maldad”). Estos hallazgos y esta manera de relatarlos suelen resultar seductores porque reducen a meros hechos físicos nociones que pueden parecer ambiguas o complicadas a mucha gente (precisamente porque, en tanto que ideas o nociones, no pertenecen al mundo de las cosas perceptibles a través de los sentidos). Nos vienen a decir, por ejemplo, que el amor ES una reacción química, o que la creatividad ESTÁ en un a determinada zona del cerebro. En principio parece algo sencillo, una reducción simplificadora, pero en realidad, lo que los comunicadores responsables de este tipo de noticias están poniendo en juego es una sintaxis absolutamente loca.

¿Cómo puede algo que no tiene ninguna cualidad física ocupar un espacio, estar en algún sitio? ¿Qué clase de lógica puede postular que un proceso químico fermente y resulte en un concepto, en una idea? Decir que la creatividad es o se origina en las conexiones neuronales es tan válido como decir que la ética es o se origina en un panecillo.

La razón científica, desde sus orígenes, no se ocupa del conocimiento profundo de las cosas, si no que se interesa por los hechos positivos y su manipulación. Es una razón instrumental, que sirve para clasificar y manejar ¡Y está muy bien que así sea! La ciencia se autoimpone unos límites necesarios para poder funcionar y avanzar. El problema viene cuando no conocemos u olvidamos esos límites y creemos que el conocimiento científico es el único conocimiento con legitimidad para hablar de lo que es real o verdadero y que toda otra apreciación pertenece a la subjetividad de los individuos y, por tanto, no puede aspirar a la verdad. “Esto está demostrado científicamente” es una de las frases que sirven de barrera pretendidamente infranqueable al pensamiento. Creer que la ciencia es la verdad es huir ante el pensamiento.

Me gustaría aclarar que no creo que el contenido de este tipo de descubrimientos sea equivocado, o que la ciencia no sea buena y necesaria. En absoluto. Pero el hecho de avanzar en el campo de la investigación médica o biológica hacia la manipulación externa de hechos positivos no nos va a revelar nada sobre realidades que pertenecen al reino de la negatividad. Podremos manejar, provocar reacciones, curar, tratar, etc. Cosas todas muy necesarias, pero que permanecen en el reino de lo positivo.

Mucha gente cree ser muy transgresora por decir que no somos más que el resultado de reacciones químicas, que realidades como, por ejemplo, el amor no son más que entelequias construidas alrededor de fenómenos biológicos observables y analizables. La propia crudeza de esos argumentos, lo desmitificadores que parecen ser, refuerza su adhesión a esas ideas. No se dan cuenta de que, en realidad, no tienen nada de desmitificadores: su postura ya forma parte de la inercia que mueve al mundo desde hace tiempo. Ahora, son los más esforzados portavoces de la ideología dominante. Su discurso y su sintaxis revela la cristalización de la lógica científica en la psique de nuestra era: el gran error de la identificación entre ciencia y verdad.


(Imagen: http://www.flickr.com/photos/dinosonic)

EL MUNDO AL REVÉS


Cuando creé este blog, sabía sobre qué quería escribir, pero no qué iba a decir de ello. Había (hay) ciertas cosas que recorren los medios, fenómenos que un día surgen, tendencias que se dan y que todo el mundo acepta como tal pero que producían en mi un espasmo de rechazo. Más allá de esto: una intuición de que en esos acontecimientos había algo oculto tras la superficialidad en la que ellos mismos pretendían quedarse, que tenían algo que decirnos sobre los tiempos que vivimos. El querer desmenuzarlos, entrar en ellos para ver de qué ideas estaban preñados, fue lo que me movió a empezar con la página.

De la misma forma, os puedo asegurar que he empezado a escribir cada texto sin saber a priori a qué conclusiones iba a llegar. Al menos parcialmente, ha sido la propia inercia de la indagación, la dinámica de la lógica interna de las ideas que he puesto sobre la mesa, lo que me ha llevado a las conclusiones. Conclusiones que son, en cualquier caso, propuestas, invitaciones a pensar más allá del lugar en el que yo me he quedado.

Lo curioso es que, en los tres textos que llevo escritos en esta página, he podido ver que ese movimiento lógico ha tenido un patrón común, ha llevado a los tres artículos a recorrer caminos paralelos. Este patrón es el de las ideas que contienen en sí mismas su propia contradicción. Unos abrazos que nos separan; un viajero que, en su viajar, hace realidad la idea del total inmovilismo; una imposibilidad de perderse físicamente que se revela como una absoluta pérdida en otro nivel. Por eso he decidido poner por título, finalmente, “El mundo al revés”.

Hay algo muy de verdad en esta dinámica, en esta paradoja de las ideas que, llevadas a su propio extremo, acaban convirtiéndose en lo contrario de lo que eran. Es una manera de pensar que abre nuevas dimensiones, siempre que uno se enfrente al qué de su indagación desde la frescura de la ausencia de pre-juicios y deje que sea ese qué, esa idea, la que genere su propio movimiento y de a luz un nuevo significado que integre y supere a la vez al primero.

The Trap


Tomaos un tiempo para ver este fabuloso documental en 3 partes: The Trap, de Adam Curtis, sobre la idea moderna de libertad individual. Cuando acabéis, seréis otro.

Google Earth y la generación "perdida".



En la contraportada de La Vanguardia del 9 de Marzo se publicaba una entrevista a uno de los fundadores del software público y gratuito Google Earth. La entrevista venía encabezada por el siguiente titular: “Somos la última generación que podía perderse”.
Esta afirmación tan contundente me hizo retomar el hilo mental de una reflexión que hace tiempo dio vueltas en mi cabeza.

En una lectura superficial, la frase puede parecer triunfal y tranquilizadora: el mundo ya no es un lugar inhóspito; estemos donde estemos, podemos ser localizados. En un sentido, efectivamente, hemos eliminado la posibilidad de perdernos, hemos conquistado la superficie terrestre en su totalidad, le hemos tomado la medida y la tenemos bajo control, monitorizada. Pero si vamos un poco más adentro, vemos que se ha dado una inversión en nuestra relación con el mundo (entendido también como planeta).

Antes, el hombre estaba, o mejor dicho, se sentía contenido dentro del mundo y sujeto a unas leyes que se explicaba a sí mismo en forma de mitos. Los límites de la Tierra eran abordados también a través de este tipo de narraciones, que convertían al mundo en un lugar con una delimitación concretada en una historia mítica, sagrada, e inalcanzable para el hombre.

Con el advenimiento de la modernidad y el positivismo, hubo un transvase de la verdad desde la religión, el arte y los mitos hacia la ciencia, que es hoy nuestra verdad. Este transvase preparó la psique para el boom de la tecnología en el que aún hoy vivimos. El afán por explorar y “conquistar” todo el planeta, que ya había comenzado con el descubrimiento de América por casualidad, experimentó una aceleración e intensificación que quedó grabada para la historia en una experiencia tan traumática y decisiva como el colonialismo.

Hoy, hemos llegado al punto en que el mundo está contenido dentro de la conciencia del hombre. Obviamente, a nivel efectivo aún estamos en la Tierra, pero si lo analizamos desde una perspectiva lógica, es la Tierra la que está contenida dentro de la conciencia humana por primera vez en la historia. El globo está rodeado de satélites que nos devuelven constantemente su imagen, filtrada a través de la tecnología. Es un proceso que empezó con el inicio de la cartografía pero que ha llegado a un punto culminante con el advenimiento del programa Google Earth y su difusión a través de la RED: cualquier persona puede ver cualquier lugar de la tierra sin ir allí. No solo tenemos el mundo dentro de nuestra conciencia a través de su explicación puramente positiva, o mediante una representación cartográfica, si no que hoy podemos ver el mundo a tiempo real (Lo importante, de todas formas, no es el hecho de poder ver el mundo, que es discutible desde el momento que es una visión totalmente mediada, sino el hecho de creernos que lo vemos en toda su dimensión y en su única realidad válida a través de estos medios, de que finalmente ya lo poseemos por haberlo "mapeado").

Esto también implica que ya no hay posibilidad de encontrar nada nuevo, nada insospechado, por mucho que viajemos a través de la Tierra. Todo está descubierto y controlado, cuando no visto y conocido antes de cualquier posibilidad de llegar allí efectivamente. Google Earth representa la certificación y la democratización (por utilizar un término muy actual) de la evidencia moderna de que no hay “más allá” en el más acá, de que el planeta está ya superado como entidad "con alma".

El cambio de mentalidad del cual esta inversión es producto y a la vez resultado es gigantesco. El límite ya no está imaginalmente en un lugar físico e inalcanzable, como en los mitos, o en cierto grado, cuando aún no se había explorado toda la Tierra y aún era posible el estremecimiento ante la idea de lo desconocido. Ya se fue a ese límite y se comprobó lo que había y lo que no había. El hombre de hoy está atrapado por su conciencia cientifizada en un mundo físico hecho de materia y nada más. Un mundo que ha quedado desmenuzado y reducido a su dimensión positiva y que nos empuja a un enfrentamiento crudo y directo con el vacío de saber que no encontraremos nada cualitativamente diferente por mucho que viajemos en el espacio físico, incluso más allá del planeta. Una certeza que, aún sin que lo hayamos advertido todavía, nos condena a mirarnos a nosotros mismos cara a cara y reconocernos como conciencia emancipada y sola en la infinitud del universo.

La afirmación “Somos la última generación que podía perderse”, ingenua y optimista, acaba mostrando su contradicción interna, pues ese no poder perderse se revela, en última instancia, como un estado de absoluta pérdida y soledad en un nivel superior.

Matt, el turista postmoderno.


Cuando era un niño, mi padre tenía que hacer viajes de negocios al extranjero. No lo hacía por gusto: tenía que ir como parte obligada de su trabajo. En estos viajes, de todas formas, acabó conociendo sitios y gentes que no esperaba encontrar y de los que ahora guarda un grato recuerdo. Por otro lado, también solíamos ir a Palma de Mallorca o a Orense durante unas cuantas semanas cada año para visitar a la familia. Cualquier otro motivo para viajar se salía de lo normal: no había otro esquema de viaje.

Hoy, todo el mundo viaja a menudo. Planeamos escapadas, fines de semana o periodos más largos para poder ir a ver tal o cual ciudad, estar en tal o cual sitio, “Tienes que estar en Londres”, “Berlín es lo más”. Los precios y las condiciones para poder viajar se han adaptado a esta nueva manera de entender los viajes: el billete low cost, los packs vacacionales, etc.

Esto nos ha dado la oportunidad de poder tener una vida turística muy diferente a la de la generación de nuestros padres. Coleccionamos destinos como cromos y configuramos un mapa mundi mental en el que tenemos señalados los lugares en los que hemos “estado”. Esto se convierte en un barómetro de cuán cosmopolitas somos y confiere a la persona “viajada” de un halo de pseudo-sabiduría global. Pero este nuevo modo de viajar está cada vez más lejos de poder ser VIAJE entendido como una experiencia transformadora, un viaje paralelamente externo e interno. No quiero decir que no sea posible algo así para el individuo concreto (aunque si entrasemos a tratar el tema de los cambios uniformizadores que trae la globalización, podríamos llegar a conclusiones sorprendentes): estoy hablando del esquema predominante de turismo como experiencia disponible, rápida y premodelada.

Este turismo responde a una estructura de: (1) hacer el trayecto lo más corto posible para poder embutir en pocos días un viaje a un lugar relativamente lejano, (2) llegar al lugar y seguir una rutina más o menos planeada de antemano con la ayuda de guías de distintos tipos.

(1) De esta forma, por un lado, privamos al trayecto de cualquier entidad como experiencia en sí. Si lo pensamos bien, ya no tiene sentido llamar a este turismo “viaje”. Ya no hacemos viajes. El viaje es la parte que siempre nos sobra del “viaje”. La experiencia aséptica aeroportuaria hace que el impass entre un país y otro no sea más que lo que hay que soportar para poder “estar” ya en otro lugar. Los aeropuertos, además, son espacios desconectados de la ciudad o el país en el que están, perfectamente intercambiables unos con otros; viajar en avión hoy es una experiencia ya muy cercana al teletransporte. Incluso a nivel sensorial: esa sensación de desubicación cuando bajamos del taxi o salimos de la estación y , DE REPENTE, “ya estamos allí”. Ni siquiera nos acercamos al destino: estábamos en Barcelona y ahora estamos en Praga. En este proceso no hay ningún tipo de gradación. No hay oportunidad de ver transformarse el paisaje, de ir aproximándose al lugar, ni de ser parte activa que decida cómo es ese “viaje”, que acaba siendo uno más en un conjunto de pasos anodinos e indistinguibles por aeropuertos a lo largo de nuestras vidas.

(2) Por otro lado, la experiencia de la estancia queda mediatizada por lo que sabíamos acerca del lugar antes de llegar y por los planes que trazamos de antemano. Aunque rechacemos las postales más comunes y hagamos rutas alternativas, no deja de ser un plan fabricado en base a informaciones previas. Si vamos a París y, en vez de (normalmente es “además de”) visitar la Torre Eiffel, vamos a buscar la buhardilla en la que murió Apollinaire, veremos una parte de París menos transitada, pero la veremos desde el mismo esquema preconcebido. Llegamos, vamos a los sitios marcados del mapa, registramos las imágenes para probar y/o recordar que hemos estado allí y volvemos (Por cierto, ¿cuántos millones de fotos y vídeos de la Torre Eiffel, o cualquier otro punto caliente turístico, deben existir a estas alturas? ¿En cuántos millones de miradas privadas se debe haber deshecho su imagen en los últimos 30 años?) Ya no vamos a descubrir lugares; aún a pesar nuestro, lo que se suele dar es una mera verificación o contrastación de lo que ya esperábamos encontrar (“¡Mira el Big Ben! Parece más grande/pequeño que en las fotos”). Se va a los sitios más para “haber estado” que para estar allí.

Todo esto dificulta el que los lugares adquieran la realidad que antes tenían. Y no hablo de que tengan esa realidad o no “para nosotros”, si no de que la tengan ya en sí mismos, pues no dejan de ser el objeto de esta nueva manera de vivirlos y , por tanto, son transformados. Estoy refiriéndome a un nivel de mutación física, tangible, paisajística incluso: los turistas invadimos físicamente los espacios, estos se llenan de las instalaciones necesarias para poder ser comercializados, etc. Incluso aquellos lugares supuestamente “preservados” (las reservas naturales, por ejemplo) han sido irremediablemente cambiados desde el momento en que ya necesitan ser delimitados, cuidados y protegidos por el hombre para seguir existiendo.

Nosotros, sin embargo, no somos transformados por este viajar, pues rara vez una experiencia que está ya tan trazada de antemano y se vive tan tangencialmente puede ser suficientemente sorprendente como para cambiar en algo nuestra manera de ser o pensar en la vida diaria.

En este sentido, el vídeo “Where the hell is Matt?” sirve como imagen perfecta del turista postmoderno. La grabación nos presenta a un sujeto (turista) como la figura central del montaje, figura que permanece todo el tiempo en el mismo lugar y con la misma apariencia, bailando de la misma forma. Allá donde ha ido, ha hecho exactamente lo mismo. Es un sujeto intocado, inalterado, a pesar de haber dado la vuelta al mundo. Nos puede resultar simpático porque nos presenta el mundo como un lugar asequible y amable. Incluso podemos pensar en Matt como modelo del viajero infatigable y ambicioso y creer que estamos ante una apología del cosmopolitismo y una invitación a descubrir el mundo. Pero los lugares que van apareciendo uno tras otro como escenario son solo fondos (y por tanto, también se uniformizan y pierden consistencia), decorados en los que Matt pone en juego su patrón de actuación, su danza, repitiéndola exactamente igual en India, Australia, Méjico, Irlanda o Ruanda, del mismo modo que nosotros aplicamos nuestra rutina y vivimos la misma experiencia turística con diferente fondo vayamos donde vayamos.

Creo que la popularidad que ha logrado este vídeo a través de la red tiene que ver con la manera en que es una imagen de nuestra concepción moderna del viajar, aunque esto haya pasado inadvertido para casi todos los que lo hayan visto. Hay en él una metáfora poderosa de cómo nos enfrentamos al mundo como a una colección de postales a completar.

La experiencia turística nos parece, sin embargo, muy real y muy necesaria. Es el contrapeso ideal y nuestra pequeña rebelión privada contra la vida de cada día. Huir a otro lugar como ejercicio reparador, “desconectar” para poder volver a enfrentarse a la rutina llenos de energía nueva. Un cambio de lugar en el espacio que no cambia nada en nosotros sino que, al contrario, actúa como complemento útil y como coartada perfecta para sostener esa rutina que nos parece tan cansina a veces, hasta el punto de que preferimos en el fondo considerar lo otro (nuestros viajes, nuestro ocio) como más real. Pero con esa fantasía no hacemos más que perpetuar y garantizar nuestra propia supervivencia dentro del marco de la existencia diaria. Y es precisamente ahí, en el día a día, donde realmente ocurre la vida y donde somos lo que somos.

Abrazos gratis


La moda de los abrazos gratis, que parece que ya pasó, ha revelado de forma muy potente la naturaleza profunda del tiempo en que vivimos. Millones de personas han puesto en movimiento esta imagen, la han “actuado”, viendo en ella una especie de "back to basics" de las emociones, la publicidad la ha celebrado, pero muy poca gente ha pensado qué había dentro de la imagen, a pesar de que en este caso dejaba ver de forma muy transparente su propia contradicción.
He aquí una imagen que pretende, en un nivel superficial, dar respuesta a una necesidad de afecto auténtico y primario. Una necesidad comprensible en un mundo que, ofreciéndonos disponibilidad total de contenidos a la carta, nos encierra inadvertidamente en una burbuja, separándonos de lo gregario en el sentido antiguo del término, del contacto real con las personas  y las necesidades y compromisos que ello comporta(ba). Nos parece que estamos más en contacto que nunca (internet, chats, móviles, televisión, etc) pero, por otro lado, estamos más desconectados que nunca de la realidad inmediata (no-mediada). Vivimos y actuamos plenamente esa contradicción , es decir, vivimos en una neurosis.
Por eso los abrazos gratis han triunfado como imagen. Abrazos gratis. Solo repitiéndolo debería resonar su autocontradicción. Un abrazo gratis, un abrazo “que no cueste nada”. Que no implica nada más allá del gesto físico. Es decir, volver a experimentar eso primario, ese sentimiento de contacto real, esa calidez pero sin que ello nos comprometa a nada. Darte un abrazo con un desconocido, abrazarte a alguien sin salir del anonimato, de la burbuja, pretendiendo reencontrar algo profundo a través del acto físico. Es decir, hacer el proceso al revés: un abrazo como punto de partida (pretendiendo que genere algo en nosotros) y no como demostración o explicitación física de algo que ya existe. Queremos recuperar esa sensación sin los compromisos que implicaría hacerlo de verdad. Nos contentamos con la imagen, con la cáscara vacía “¡De repente es tan fácil! No había más que salir a la calle y abrazarse ¡Qué sencilla puede ser la vida si uno quiere!” Lo conflictivo no es, de todas formas, que nos conformemos con lo superficial, si no que la imagen nos ciega hasta tal punto que no nos damos cuenta de que estamos ante una cáscara vacía. Pensamos que un abrazo gratis es un abrazo de verdad. Más de verdad, si cabe, por el hecho de haberlo "redescubierto". Ese autoengaño nos impide ir más allá y ver lo que subyace en la imagen del “abrazo gratis”.
Así, ponemos en juego (actuamos) la neurosis de la postmodernidad: creemos que con una idea tan simple y directa como un “abrazo gratis” estamos volviendo a algo básico, a un amor inocente y profundo (abrazo) sin darnos cuenta de que con esa pretensión no hacemos más que revelar y celebrar el vacío auténtico (gratis) en el que vivimos pero que somos incapaces de afrontar directamente.