Matt, el turista postmoderno.


Cuando era un niño, mi padre tenía que hacer viajes de negocios al extranjero. No lo hacía por gusto: tenía que ir como parte obligada de su trabajo. En estos viajes, de todas formas, acabó conociendo sitios y gentes que no esperaba encontrar y de los que ahora guarda un grato recuerdo. Por otro lado, también solíamos ir a Palma de Mallorca o a Orense durante unas cuantas semanas cada año para visitar a la familia. Cualquier otro motivo para viajar se salía de lo normal: no había otro esquema de viaje.

Hoy, todo el mundo viaja a menudo. Planeamos escapadas, fines de semana o periodos más largos para poder ir a ver tal o cual ciudad, estar en tal o cual sitio, “Tienes que estar en Londres”, “Berlín es lo más”. Los precios y las condiciones para poder viajar se han adaptado a esta nueva manera de entender los viajes: el billete low cost, los packs vacacionales, etc.

Esto nos ha dado la oportunidad de poder tener una vida turística muy diferente a la de la generación de nuestros padres. Coleccionamos destinos como cromos y configuramos un mapa mundi mental en el que tenemos señalados los lugares en los que hemos “estado”. Esto se convierte en un barómetro de cuán cosmopolitas somos y confiere a la persona “viajada” de un halo de pseudo-sabiduría global. Pero este nuevo modo de viajar está cada vez más lejos de poder ser VIAJE entendido como una experiencia transformadora, un viaje paralelamente externo e interno. No quiero decir que no sea posible algo así para el individuo concreto (aunque si entrasemos a tratar el tema de los cambios uniformizadores que trae la globalización, podríamos llegar a conclusiones sorprendentes): estoy hablando del esquema predominante de turismo como experiencia disponible, rápida y premodelada.

Este turismo responde a una estructura de: (1) hacer el trayecto lo más corto posible para poder embutir en pocos días un viaje a un lugar relativamente lejano, (2) llegar al lugar y seguir una rutina más o menos planeada de antemano con la ayuda de guías de distintos tipos.

(1) De esta forma, por un lado, privamos al trayecto de cualquier entidad como experiencia en sí. Si lo pensamos bien, ya no tiene sentido llamar a este turismo “viaje”. Ya no hacemos viajes. El viaje es la parte que siempre nos sobra del “viaje”. La experiencia aséptica aeroportuaria hace que el impass entre un país y otro no sea más que lo que hay que soportar para poder “estar” ya en otro lugar. Los aeropuertos, además, son espacios desconectados de la ciudad o el país en el que están, perfectamente intercambiables unos con otros; viajar en avión hoy es una experiencia ya muy cercana al teletransporte. Incluso a nivel sensorial: esa sensación de desubicación cuando bajamos del taxi o salimos de la estación y , DE REPENTE, “ya estamos allí”. Ni siquiera nos acercamos al destino: estábamos en Barcelona y ahora estamos en Praga. En este proceso no hay ningún tipo de gradación. No hay oportunidad de ver transformarse el paisaje, de ir aproximándose al lugar, ni de ser parte activa que decida cómo es ese “viaje”, que acaba siendo uno más en un conjunto de pasos anodinos e indistinguibles por aeropuertos a lo largo de nuestras vidas.

(2) Por otro lado, la experiencia de la estancia queda mediatizada por lo que sabíamos acerca del lugar antes de llegar y por los planes que trazamos de antemano. Aunque rechacemos las postales más comunes y hagamos rutas alternativas, no deja de ser un plan fabricado en base a informaciones previas. Si vamos a París y, en vez de (normalmente es “además de”) visitar la Torre Eiffel, vamos a buscar la buhardilla en la que murió Apollinaire, veremos una parte de París menos transitada, pero la veremos desde el mismo esquema preconcebido. Llegamos, vamos a los sitios marcados del mapa, registramos las imágenes para probar y/o recordar que hemos estado allí y volvemos (Por cierto, ¿cuántos millones de fotos y vídeos de la Torre Eiffel, o cualquier otro punto caliente turístico, deben existir a estas alturas? ¿En cuántos millones de miradas privadas se debe haber deshecho su imagen en los últimos 30 años?) Ya no vamos a descubrir lugares; aún a pesar nuestro, lo que se suele dar es una mera verificación o contrastación de lo que ya esperábamos encontrar (“¡Mira el Big Ben! Parece más grande/pequeño que en las fotos”). Se va a los sitios más para “haber estado” que para estar allí.

Todo esto dificulta el que los lugares adquieran la realidad que antes tenían. Y no hablo de que tengan esa realidad o no “para nosotros”, si no de que la tengan ya en sí mismos, pues no dejan de ser el objeto de esta nueva manera de vivirlos y , por tanto, son transformados. Estoy refiriéndome a un nivel de mutación física, tangible, paisajística incluso: los turistas invadimos físicamente los espacios, estos se llenan de las instalaciones necesarias para poder ser comercializados, etc. Incluso aquellos lugares supuestamente “preservados” (las reservas naturales, por ejemplo) han sido irremediablemente cambiados desde el momento en que ya necesitan ser delimitados, cuidados y protegidos por el hombre para seguir existiendo.

Nosotros, sin embargo, no somos transformados por este viajar, pues rara vez una experiencia que está ya tan trazada de antemano y se vive tan tangencialmente puede ser suficientemente sorprendente como para cambiar en algo nuestra manera de ser o pensar en la vida diaria.

En este sentido, el vídeo “Where the hell is Matt?” sirve como imagen perfecta del turista postmoderno. La grabación nos presenta a un sujeto (turista) como la figura central del montaje, figura que permanece todo el tiempo en el mismo lugar y con la misma apariencia, bailando de la misma forma. Allá donde ha ido, ha hecho exactamente lo mismo. Es un sujeto intocado, inalterado, a pesar de haber dado la vuelta al mundo. Nos puede resultar simpático porque nos presenta el mundo como un lugar asequible y amable. Incluso podemos pensar en Matt como modelo del viajero infatigable y ambicioso y creer que estamos ante una apología del cosmopolitismo y una invitación a descubrir el mundo. Pero los lugares que van apareciendo uno tras otro como escenario son solo fondos (y por tanto, también se uniformizan y pierden consistencia), decorados en los que Matt pone en juego su patrón de actuación, su danza, repitiéndola exactamente igual en India, Australia, Méjico, Irlanda o Ruanda, del mismo modo que nosotros aplicamos nuestra rutina y vivimos la misma experiencia turística con diferente fondo vayamos donde vayamos.

Creo que la popularidad que ha logrado este vídeo a través de la red tiene que ver con la manera en que es una imagen de nuestra concepción moderna del viajar, aunque esto haya pasado inadvertido para casi todos los que lo hayan visto. Hay en él una metáfora poderosa de cómo nos enfrentamos al mundo como a una colección de postales a completar.

La experiencia turística nos parece, sin embargo, muy real y muy necesaria. Es el contrapeso ideal y nuestra pequeña rebelión privada contra la vida de cada día. Huir a otro lugar como ejercicio reparador, “desconectar” para poder volver a enfrentarse a la rutina llenos de energía nueva. Un cambio de lugar en el espacio que no cambia nada en nosotros sino que, al contrario, actúa como complemento útil y como coartada perfecta para sostener esa rutina que nos parece tan cansina a veces, hasta el punto de que preferimos en el fondo considerar lo otro (nuestros viajes, nuestro ocio) como más real. Pero con esa fantasía no hacemos más que perpetuar y garantizar nuestra propia supervivencia dentro del marco de la existencia diaria. Y es precisamente ahí, en el día a día, donde realmente ocurre la vida y donde somos lo que somos.

Abrazos gratis


La moda de los abrazos gratis, que parece que ya pasó, ha revelado de forma muy potente la naturaleza profunda del tiempo en que vivimos. Millones de personas han puesto en movimiento esta imagen, la han “actuado”, viendo en ella una especie de "back to basics" de las emociones, la publicidad la ha celebrado, pero muy poca gente ha pensado qué había dentro de la imagen, a pesar de que en este caso dejaba ver de forma muy transparente su propia contradicción.
He aquí una imagen que pretende, en un nivel superficial, dar respuesta a una necesidad de afecto auténtico y primario. Una necesidad comprensible en un mundo que, ofreciéndonos disponibilidad total de contenidos a la carta, nos encierra inadvertidamente en una burbuja, separándonos de lo gregario en el sentido antiguo del término, del contacto real con las personas  y las necesidades y compromisos que ello comporta(ba). Nos parece que estamos más en contacto que nunca (internet, chats, móviles, televisión, etc) pero, por otro lado, estamos más desconectados que nunca de la realidad inmediata (no-mediada). Vivimos y actuamos plenamente esa contradicción , es decir, vivimos en una neurosis.
Por eso los abrazos gratis han triunfado como imagen. Abrazos gratis. Solo repitiéndolo debería resonar su autocontradicción. Un abrazo gratis, un abrazo “que no cueste nada”. Que no implica nada más allá del gesto físico. Es decir, volver a experimentar eso primario, ese sentimiento de contacto real, esa calidez pero sin que ello nos comprometa a nada. Darte un abrazo con un desconocido, abrazarte a alguien sin salir del anonimato, de la burbuja, pretendiendo reencontrar algo profundo a través del acto físico. Es decir, hacer el proceso al revés: un abrazo como punto de partida (pretendiendo que genere algo en nosotros) y no como demostración o explicitación física de algo que ya existe. Queremos recuperar esa sensación sin los compromisos que implicaría hacerlo de verdad. Nos contentamos con la imagen, con la cáscara vacía “¡De repente es tan fácil! No había más que salir a la calle y abrazarse ¡Qué sencilla puede ser la vida si uno quiere!” Lo conflictivo no es, de todas formas, que nos conformemos con lo superficial, si no que la imagen nos ciega hasta tal punto que no nos damos cuenta de que estamos ante una cáscara vacía. Pensamos que un abrazo gratis es un abrazo de verdad. Más de verdad, si cabe, por el hecho de haberlo "redescubierto". Ese autoengaño nos impide ir más allá y ver lo que subyace en la imagen del “abrazo gratis”.
Así, ponemos en juego (actuamos) la neurosis de la postmodernidad: creemos que con una idea tan simple y directa como un “abrazo gratis” estamos volviendo a algo básico, a un amor inocente y profundo (abrazo) sin darnos cuenta de que con esa pretensión no hacemos más que revelar y celebrar el vacío auténtico (gratis) en el que vivimos pero que somos incapaces de afrontar directamente.